La confianza es esencial en las relaciones humanas y de sociedad. Como meros individuos, somos débiles ante las fuerzas formidables opuestas a nuestras metas y mera existencia, y la unión que hace la fuerza para enfrentar esa oposición se basa en la confianza mutua de cada miembro de dicha unión.
Durante semanas (y meses) recientes hemos escuchado de parte de políticos venezolanos de oposición, y de la misma Comisión Nacional de Primaria, que con la confianza ciudadana se saldrá del régimen autoritario que asola a Venezuela. En el caso de la CNP el llamado parece sincero. En el caso de ciertos políticos, parece ser un llamado a la confianza en un solo sentido, es decir, celebran nuestra confianza en ellos pública o privadamente, pero no necesariamente confían en nosotros. Eso es entendible por un condicionamiento pavloviano, reforzado por 25 años de un sistema basado en la desconfianza y recelo mutuos. La fortaleza de un régimen autoritario crece a medida que la confianza colectiva disminuye. Todo líder autoritario busca sembrar la desconfianza, porque de esa manera cercena la libertad. Hemos visto, no solamente en Venezuela, como facciones e intereses que buscan debilitar democracias repetidamente tratan de socavar la confianza en instituciones básicas y sistemas electorales. Destruyendo la confianza se destruyen democracias.La semilla perenne del totalitarismo
germina en la ansiedad generada por el desorden democrático que se presume ser
incapaz de ejecutar acciones decisivas y efectivas. La tendencia natural del ser humano es
preferir al orden predecible que la incertidumbre caótica. Durante milenos,
ese orden fue mantenido por autócratas, algunos benevolentes otros no tanto, y
cualquier cuestionamiento a ese orden era sofocado, o por la presión familiar o
social de pares inmediatos o por la represión del tirano de turno. La amplia
difusión, sobrevenida con la revolución liberal del S. XVIII, de la idea de que
es posible alterar el orden existente (individual o institucional) cambió de
manera radical las expectativas. Para las autocracias amenazadas por esa
revolución de expectativas una de las mejores maneras de debilitar a sus opositores es
generar y cultivar la desconfianza.
Se explica así el desarrollo de la debilidad de la oposición en Venezuela. Apoyado por la
destrucción de la confianza en el estado de derecho (legado de la era
democrática por aquellos con interés de mantenerla débil), el chavismo recupera y se nutre de los antecedentes autoritarios del país (que en sus más de 200 años si acaso habrá tenido unos 45 de gobiernos basados en ideas
liberales democráticas) destruyendo la confianza en el sistema institucional
electoral mediante desinformación, amenazas, chantaje, extorsión y soborno, para
minar la confianza de la ciudadanía sobre el sistema democrático en general y
la oposición en particular. En este ambiente, cada agrupación o facción de “la
gran tolda opositora” termina desconfiando de cada otra o incluso de actores independientes,
suponiendo agendas ocultas, nefastas, y posiblemente complicitas. La acumulación in
crescendo de teorías conspirativas, cada vez más inverosímiles si se
analizan con un mínimo de sentido común, alimenta esa desconfianza y tiene
origen en agentes que buscan socavar la oposición al orden que ellos desean
imponer. De esta manera el régimen, al nutrir la desconfianza, divide y debilita
a la oposición.
Voltaire nos dejó como legado una palabra que se utiliza frecuentemente por aquellos que se aprovechan de la desconfianza para sus propios fines al describir a sus blancos: cándido. En venezolano criollo se utiliza la palabra “pendejo” de manera similar, para identificar aquellas personas cuyas ilusiones, creencias, valores personales e información incompleta los hacen fácil blanco de artimañas y manipulación basadas en la traición de la confianza (o manipulados para creer en esa traición). Es un punto de honor personal no ser calificado de “pendejo” (o su equivalente en otros países e idiomas). Nadie quiere ser uno, por lo cual, en condiciones de bajo control social y débil estado de derecho, desean ser lo opuesto: el “vivo” que se aprovecha de la confianza del más pendejo. En Venezuela esta dualidad está altamente compenetrada con la cultura por el largo legado autoritario del país, y la consecuente debilidad del estado de derecho, pero en otros países también se ve, o se ha visto en el pasado, cuando lideres populistas en afán y promesa de control (autoritario) establecen la existencia de un grupo, típicamente fácilmente identificable étnicamente y minoritario, que se está aprovechando de aquellos que se autoidentifican con el líder populista. El populista le promete a sus partidarios que ya no serán aprovechados como “pendejos” por los “vivos” que los han explotado y agraviado de una y mil maneras, quitándoles lo suyo injustamente mediante su orden de leyes y costumbres “correctas” que les desfavorecen. Para lograr la redención de esos agravios sus partidarios deben confiar únicamente en el líder y desconfiar de todo aquel que lo cuestione, desde opositores comunes, hasta medios de comunicación o instituciones del sistema que el líder no controla, cuestionando así el estado de derecho. Parece a veces sutil la diferencia, pero no lo es. Un opositor democrático busca crear, construir y mantener confianza generalizada en ese sistema y sus representantes, mientras que un opositor autocrático, busca destruir esa confianza, acumulando una semblanza de ésta (es decir, sin reciprocidad) en su propia persona. El líder es el pueblo (“el pueblo soy yo”), y si atacan al líder, atacan al pueblo.
He visto personalmente la
destrucción de la confianza que ha logrado el régimen autocrático en Venezuela.
En conversación reciente con un líder de campaña, me comentaba cómo muchos se le acercan para prometer ayuda una vez que el candidato fuese victorioso – es
decir, una vez instalado en el palacio presidencial – pero nadie parecía ofrecer
verdadera ayuda inmediata. En otras conversaciones, con otros altos dirigentes
hace unos largos meses, el consenso entre estos parecía ser la inevitable
continuidad del régimen y la renuencia a declarar favoritismos, no fuera que
alguien se lo echase en cara después en algún momento inoportuno. Públicamente es
notoria la desconfianza entre los lideres de la oposición que genera
incertidumbre entre la ciudadanía acerca de la realidad de un movimiento
opositor unido que resulte en el fin del régimen autoritario existente en
Venezuela. Nadie quiere ser el más pendejo que se quede con la papa caliente.
Tener instinto de supervivencia e interés propio es una expectativa razonable, y los políticos y élites de influencia tienen todo el derecho a tener ese instinto. La suma de los intereses propios de los miembros de una sociedad beneficia el interés colectivo de esa sociedad. Esa fue la revolucionaria idea del capitalismo de Adam Smith.[1] En Venezuela, el interés propio de cada político de oposición se apoya en la desconfianza que cada uno tiene de cada otro. Es de esperarse que dicho interés a la larga seria favorable para el interés colectivo de la oposición, separando a los verdaderos opositores de los cómplices del régimen, para agruparlos en un objetivo común: restaurar la democracia en Venezuela. Pero, nadie quiere ser el más pendejo. La descalificación sembrando la duda, teorías conspirativas, y ataques ad hominem es de esperarse de los defensores del status y del orden existente, incluyendo dentro de ese orden el papel de la oposición como comodín del régimen. Es enervante cuando viene de opositores calificados por ser de obvia utilidad para la continuidad de esas condiciones existentes. Ante esta situación, los lideres opositores celebran que se les dé confianza pública por ciudadanos comunes o destacados, pero son renuentes a otorgarla, pareciendo que consideran esa confianza depositada como una confianza suma-cero; es decir si ellos la tienen otros no la tendrán. Francamente, parecen no confiar sinceramente en su propia base electoral, parte de ese reflejo condicionado desarrollado bajo autoritarismo que perdurará durante largo tiempo como tara cultural, aun si se logra cambiar el régimen chavista, exacerbando la dualidad vivo/pendejo. Muchos no confían ni confiarán nunca ni siquiera en el Cristo bajado de la cruz.
El votante en este escenario tiene como instrumento de su confianza el voto. El voto, en un sistema democrático liberal, es la expresión afirmativa del derecho al libre pensamiento. Es la confianza depositada por el votante en el sistema de gobierno que rige los destinos de su nación, y su subscripción a la idea de que dicho sistema es favorable a sus intereses y valores. El candidato que acepta participar en este proceso electoral busca recibir esa confianza y hace lo posible por obtenerla. La decision básica del votante es si el sistema, proceso, propuesta y candidato se merecen o no su confianza.
Si el candidato rechaza la
confianza en el sistema es difícil esperar que el ciudadano la tenga. Para cada
candidato en cada elección su campaña es un esfuerzo por crear y acumular
confianza, tanto en el sistema y proceso como en su persona como estandarte de
los mejores intereses de la sociedad. Dichos intereses a veces no tienen beneficio
inmediato en la ciudadanía, pero los mejores políticos en la historia no han
sido los que sobre prometen y medio cumplen. Winston Churchill, famosamente dijo
que solo podía ofrecer sangre, trabajo duro, lágrimas y sudor para recuperar a Inglaterra
del momento en que estaba a punto de sucumbir como nación independiente. Su
gestión, guiando a su nación a través de la guerra, se reconoce como exitosa, a
pesar de haber perdido el poder personalmente, y su partido el gobierno, después
de la guerra. Así funciona la democracia: como un desorden caótico generador
de creatividad y bienestar creciente que permanentemente cuestiona el statu quo.
Un sistema que sólo puede subsistir con la confianza de la ciudadanía en el
mismo. Sobre prometer y medio cumplir no crea ni construye confianza.
Para ganar la mayoría
necesaria para la victoria, candidatos con frecuencia se enfrentan a un dilema
de Nash. Los opositores en contienda siempre tienen la opción e incentivos de hacer algo más a favor de sus intereses propios percibidos que a los del interés común posible. Particularmente
en el caso de la oposición en Venezuela es visible este dilema, en donde
opositores juegan para “ganarse la confianza” de los electores socavando al
opositor (abierta o subrepticiamente) que tiene el mismo objetivo: derrocar la tiranía y formar un nuevo gobierno. La
restauración de la democracia en Venezuela difícilmente se logrará sin una oposición
unida que confíe mutuamente en el deseo y objetivo común de cada uno de sus
participantes: recuperar el sistema de contienda libre democrática - el mejor interés común posible. Vemos también
con alarma el uso del sobre prometer electorero (o simplemente no rectificar la expectativa de una sobre promesa imaginaria) en una situación donde
la recuperación de la nación es una tarea que solo puede arrojar resultados tras
un esfuerzo descomunal de participación ciudadana; un esfuerzo, sí, de sangre,
sudor y lágrimas, que nadie parece reconocer, vaticinar y mucho menos solicitar,
por lo cual estas sobre promesas electorales difícilmente llegarán incluso a
medio cumplirse. Esto es síntoma de la falta de confianza de los lideres políticos
en la ciudadanía. La recuperación de la nación no será posible sin
que la coalición que emerja victoriosa confíe en la ciudadanía del país.
Se podrá discutir mucho sobre la cabeza de un alfiler acerca de la gestión de Carlos Andrés Pérez, y particularmente de su segundo periodo. Lo que no se puede negar es que él fue un líder que confiaba en la ciudadanía y en la fortaleza del sistema democrático, y que trató de enrumbar el país hacia un sistema con libertades crecientes basado en esa confianza. Pequeños intereses y rivalidades, basándose en expectativas imaginarias, traicionaron esa confianza. Pero aquellos que se le opusieron están ahora en el escarnio histórico y CAP es recordado como un gran político cuya gestión fue positiva. Él encarnó la esencia de un optimista en el futuro de su nación. Hoy día demasiados políticos a nuestro alrededor se comportan más como el analista que prefiere ser (casi por definición) un pesimista sorprendido que como el líder democrático trascendente, que siempre será (casi por definición) un optimista decepcionado. La restauración de la democracia y la recuperación del país solo será posible si la verdadera confianza mutua entre todos, líderes y ciudadanos, logra la unión por el futuro posible de Venezuela. De no ser así, este proceso es puras pendejadas.
[1] Lo que ha venido a llamarse
“fase tardía del capitalismo”, caracterizada por oligopolios manipulando la
economía, contradice esa idea básica que estableció Smith, que veía como fuerza
centrípeta del beneficio económico a los monopolios y oligopolios,
estructuras de mercado que son el "agujero negro" de las fuerzas del libre mercado. El equilibrio óptimo de las fuerzas del libre
mercado restringe el colapso del mismo ante las fuerzas monopólicas naturales
del éxito comercial mediante incentivos y protección a la libre competencia. Entiéndase
por monopolios y oligopolios también la creación del llamado “capitalismo de
estado”, excusa para crear un aparato estatal gigante e improductivo modelado
bajo las ideas del control de los medios de producción para enriquecer el
estado, es decir, el orden comunista con su consecuente pérdida de la libertad
(para ejemplificar el orden impuesto ver “Carlos Alberto Montaner y su
concepto de la libertad” en este mismo blog).
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