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Siendo joven, una de mis actividades favoritas era recorrer Venezuela. Cuando niño, con mis padres y mis tíos, rodé por esas carreteras, yendo a playas tanto cercanas como lejanas – Macuto, Naiguatá, Cata, La Restinga… Por el alto llano de Barinas y las montañas de los Andes… y Guayana, sobre el Puente Angostura y hasta el Guri.
Ya algo mayor hacía excursiones frecuentes al Ávila, trasnochando en la Silla de Caracas con amigos de escuela y luego, como joven profesional soltero con compañeros de parranda, reinicié esos recorridos por el país, por Venezuela. Durmiendo en pensiones de mala muerte en San Fernando de Apure o amaneciendo en el carro con dolor de cabeza por el aire enrarecido del Páramo de Mucuchíes; parado sobre piedras del precipicio al final de la península de Araya o acampando en las arenas de Paraguaná con mi hermano, viendo a lo lejos el resplandor nocturno de Amuay. Pisé guano en El Guácharo. Visité reinas de belleza en Barquisimeto. Tomé menjurjes, cervezas y ron en Sorte, Guasdualito y San Francisco de Yare. Comí nieve en el Pico Espejo y caminé tempranas nieblas merideñas junto a mi joven y bella esposa venezolana. Experiencias inolvidables.
Las gentes de Venezuela éramos una sola gente. Andinos o margariteños, maracuchos o guayaneses, caraqueños o llaneros, todos queríamos lo mismo: una mejor Venezuela, un mejor futuro. El anhelo común de todo ser humano.
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LA VENEZUELA IMPOSIBLE:
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