Reflexiones
tardías sobre
Del buen salvaje al buen revolucionario: Mitos y realidades de América Latina.
En estos días estuve haciendo la revisión final a una nueva edición que será publicada en Chile bajo los auspicios de la Fundación para el Progreso (Santiago), de Del buen salvaje al buen revolucionario: Mitos y realidades de América Latina (Carlos Rangel, 1975), obra clave para entender las patologías políticas de Latinoamérica. Al igual que la nueva edición digital distribuida en Venezuela bajo los auspicios de CEDICE, se incluirá en esta edición impresa el Post Scriptum escrito por Carlos Rangel algo más de diez años después de la publicación del libro original en Venezuela, un epílogo que contiene sus reflexiones después de transcurrida una década.
Tras ese tiempo, lo que para Rangel era evidente en 1975, era inescapable a cualquier observador objetivo en 1985. El lamentable fracaso de la Revolución Cubana, después de un cuarto de siglo de tiranía y rigidez, le había asestado un duro golpe al mito de la salvación latinoamericana por revolución izquierdista, regímenes de tipo soviético y confrontación con los Estados Unidos. La propuesta de Rangel establece sin embargo que:
“…sigue siendo un hecho que
las sociedades de Latinoamérica no funcionan bien. ¿Podemos darnos por satisfechos
con el statu quo? Por supuesto, no. Necesitamos cambiar, y ese cambio debiera
ser tan profundo como para merecer llamarse —si el caso llega— una revolución,
aunque ciertamente muy distinta de la enajenada por falacias radicales y neurosis
casi patológicas que fracasó en Cuba y está fracasando en Nicaragua. La
revolución que necesitamos debe consagrarse a la causa básica de nuestras persistentes
frustraciones, que definitivamente no es sólo —ni siquiera principalmente— una
conspiración yanqui para agotar nuestros recursos e impedir nuestro desarrollo
sino, más bien, nuestro fracaso en implantar totalmente la democracia.
En nuestras guerras de
independencia, la dictadura colonial española fue barrida en nombre de la
libertad, supuestamente abonando el terreno para un orden democrático cuyo
modelo suministraban los Estados Unidos. Pero, en la práctica, el poder no fue
devuelto al pueblo, que no estaba —como no lo estaban sus líderes— preparado
para vivir en paz bajo las reglas de la democracia. El poder quedó (y esto es
en gran parte cierto hasta el presente) como un premio para ser repartido entre
aquellos que se las han arreglado para capturar el Estado y hacerse de una
clientela.
El «modelo» mexicano, que ha
constituido un triste éxito por ser el sistema de gobierno más estable en la
historia de la América Latina independiente, muestra claramente cómo entre
nosotros el poder, el privilegio y el autoservicio de egoísmo sectorial no son
el sello exclusivo de las ricas oligarquías que se orientan por los Estados
Unidos. Más bien, esas actitudes antisociales han sido tradicionalmente
compartidas por todos los grupos que pueden definir y perseguir exitosamente
intereses especiales bajo la protección de un Estado todopoderoso, cuyo
control ellos comparten o, al menos, a cuya estabilidad —a menudo precaria—
contribuyen.
Estos párrafos de Rangel exhortan al cambio de nuestra
manera de ser amañada por las taras del mercantilismo, la esclavitud
metamorfoseada en peonaje, y el sectarismo racista, taras que han prevalecido
como bases del sistema económico y social en Latino America desde los tiempos
de la conquista y manifestadas de innumerables maneras en nuestra historia.
Una manera de ser que enquista el atraso en nuestras sociedades. Una manera de
ser que claramente va en contra de las aspiraciones de innumerables individuos
en cada sociedad, formando un caldo de cultivo de resentimientos, agravios y
deseos de cambio que prometen ser satisfechos por “la revolución”.
Una revolución es un cambio fundamental en la manera de ser. Eso no ha ocurrido en las mal llamadas revoluciones latinoamericanas. El caso cubano es patéticamente emblemático, una sociedad en donde una élite mercantilista capitalista existente fue sustituida por una élite mercantilista auto proclamada revolucionaria. Esto ha ocurrido en las instancias de sustitución de élites ocurridas en Nicaragua, Bolivia, y Venezuela, al igual que con los intentos en Chile, Ecuador, Perú, México, etc. Pero mientras se mantenga la idea de que toda transacción comercial es una transacción suma-cero (base del mercantilismo) en vez de una relación gana-gana (base del capitalismo), nunca serán satisfechos los agravios de masas de ciudadanos cada vez mayores. Es imposible satisfacer las aspiraciones y necesidades crecientes de una población en aumento con simple distribución de una riqueza cada vez más escasa; hay que hacer crecer la riqueza.
Ha sido únicamente en las ocasiones cuando ciertos lideres buscaban emprender reformas para equilibrar la tendencia humana cuasi-natural de crear condiciones de transacciones suma-cero para su beneficio propio, con la difícil tarea de establecer condiciones de relaciones gana-gana para crear el beneficio social y económico de toda la sociedad cuando ha habido progreso en las naciones. El caso mas destacado, y al que Rangel vuelve repetidamente, fue Argentina a finales del siglo XIX y principios del S. XX, momento en el cual ese país se perfilaba como el futuro gran rival de los EE.UU. en el hemisferio, tras haber emprendido las reformas liberales conducidas por Domingo Sarmiento; reformas conceptualmente simples, además: emular los sistemas que han demostrado éxito económico y social.
Rangel argumenta claramente a favor del filón de liberalismo universal existente en America Latina que puede verse con raíces en Francisco de Miranda, Simón Bolivar, y Andrés Bello, siguiendo por Sarmiento, pasando por Haya de la Torre y el aprismo, hasta sus descendientes ideológicos, desde los demócratas en Venezuela hasta el Chile pre-Allende. Esta es una corriente liberal en contracorriente a la tendencia mercantilista y feudal nacionalista emblemática de tiranos desde Juan Manuel de Rosas hasta Fidel Castro y sus aduladores. Hoy día es probable que las transformaciones políticas en México que condujeron a la presidencia de Vicente Fox y cierto pluralismo democrático y, por supuesto, la reversión venezolana al neo-mercantilismo nacionalista que caracteriza el llamado socialismo del S. XXI, serían destacados en capítulos aparte.
Carlos Rangel fue algo optimista (a pesar de lo que se
ha escrito al respecto) al pensar que, si se sobreponen dichas taras
originarias de la semilla sembrada por el imperio español en declive del S. XV
y XVI, el progreso social y económico de la región es posible, en vez del
estancamiento permanente. No era Rangel único en este campo del pensamiento político,
siendo el más renombrado promotor de esta tesis Francis Fukuyama quien, poco después
de la muerte de Rangel, publicaría su famoso ensayo (y posterior libro) de “El fin de la historia” el
cual, en esencia, utiliza los argumentos de Hegel y Marx para establecer que el
liberalismo democrático, y no el socialismo comunista representaba ese final y
el cual, en la década de 1990, se vislumbraba en el horizonte.
Los ciclos de la historia nos pueden hacer pensar lo
contrario. Toda revolución se origina en las presiones contenidas por un
régimen que busca mantener un Status quo en donde ciertas élites privilegiadas tienen
afán de auto-preservación y supervivencia. Si la revolución es exitosa, dichas
élites serán sustituidas por otras que tendrán eventualmente esos mismos
instintos. Cada élite en el poder buscará de alguna manera estabilizar la
sociedad con ese otro instinto natural que tiene el ser humano: el rechazo a
la inestabilidad y el desorden, a favor de la predictibilidad y el orden. Tras
todo caos revolucionario la “nueva” sociedad y sus gobernantes presentarán como
aceptables ciertos “excesos de orden” para renovar la sociedad y mantenerse en el poder. Esto se ve en
los fusilamientos de La Cabaña en Cuba, las desapariciones del Estadio Nacional
de Chile, o la “reeducación” en la campiña de Camboya. Y he aquí donde vemos el
desarrollo moderno de las sagaces intuiciones de Lenin.
En su discurso “Sobre la guerra y la revolución” pronunciado
en las postrimerías de la primera guerra mundial todavía en curso (mayo, 1917),
y poco antes de tomar el poder en Rusia (octubre del
mismo año), Lenin claramente expone que la manera de mantener el poder es establecer
la revolución permanente contra las clases que amenazan el poder, en su caso,
socialista. Esta manera de pensar la deriva de Clausewitz, volteando su famoso dicho
de la guerra como continuación de política por otros medios, y estableciendo
que la política es la continuación de la guerra por otros medios – es decir, la
“revolución” permanente.
Esta es una lección bien aprendida por los neo-mercantilistas
del socialismo. Mantener a la élite gobernante en pie de guerra contra la población
con aspiraciones naturales de cambio es lo que hicieron, han hecho y siguen
haciendo en la Unión Soviética, Cuba, y Corea del Norte; pero también en países
que cayeron bajo la hegemonía ideológica del tercermundismo (“gobernantes objetivamente
revolucionarios”, ver cf. Rangel, C.: DBSBR y El tercermundismo) como excusa
para mantenerse en el poder, como el Irak de Hussein, la Libia de Gadafi y
otros tantos tiranos de turno alrededor del mundo pasado y presente. Esta revolución
permanente, término tan inverosímil conceptualmente como el nombre del Partido Revolucionario
Institucional en México, sirve para excusar los atropellos más injustificables
contra los derechos humanos en estos países “en rumbo hacia el mar de la felicidad”
socialista.
Los tiranuelos acumulando poder y riqueza que se
acogen al apodo socialista tercermundista y declaran que toda desigualdad económica
es culpa del capitalismo imperialista occidental (liderado, por supuesto, por
los EE.UU.), no son distintos que los tiranuelos de antaño que acumulaban poder
y riqueza para disfrutarlas en ese mismo mundo capitalista occidental. Solo que
estos nuevos tiranuelos se acobijan bajo un ropaje ideológico que, al igual que
la religión (ese opio de las masas), promete una felicidad futura después del
sufrimiento presente. Mientras llega esa redención paradisiaca, los tiranuelos de hoy disfrutan sus riquezas terrenales sin
vergüenza en Abu Dabi, Shanghai o Singapur, más discretamente en los enclaves de
aquellos viejos tiranuelos, la costa del mediterráneo, Londres o París, o simplemente
en su propio país en fortalezas tal castillo medieval dentro de su feudo y ghetto
de prosperidad clientelar rodeados por su corte de aspirantes a migajas (con
aspiraciones ocultas, o no tanto, a ser el próximo a sentarse en el trono como premio personal); y utilizarán la "revolución permanente" para reprimir disidencias y aferrarse al poder.
La naturaleza humana abarca un gran rango de
comportamientos. El comportamiento más natural es la aspiración a la mejora propia
y de sus descendientes. Sólo bajo condiciones que permiten renovación económica
y social dicha aspiración se puede mantener viva, y los regímenes neo-mercantilistas
autoritarios en su afán de control, y la supresión de la libertad para mantener dicho control, reprimen dicha aspiración natural humana puesto que la misma presupone renovación
y, como hemos discutido, la revolución permanente precluye la posibilidad de renovación
de la élite gobernante. Esta posibilidad de renovación existe únicamente bajo
condiciones de democracia institucional. Por supuesto que el líder de turno en
el poder siempre buscará dejar huella permanente, sea mediante su “legado” (aceptable)
o subvirtiendo las instituciones democráticas para mantenerse en el poder de
alguna manera (inaceptable). Volviendo a eso de los instintos humanos, este
comportamiento se deriva del instinto de supervivencia, tanto individual como tribal. Es solo a través del estado
de derecho que lo peor e inaceptable de los instintos humanos se mantiene bajo control para que
podamos vivir prósperamente en sociedad. Es por ello por lo que instituciones independientes del
poder de mando son fundamentales para lograr una sociedad que no esté sometida a la arbitrariedad autocrática de una élite gobernante o
su figura representativa. Este es el fundamento de la democracia liberal.
Pensar en que pueda ocurrir en nuestros países ese
vuelco de pensamiento que Rangel, con toda la razón, denomina revolucionario,
no es imposible. Hubo (y hay) ventanas y atisbos de esa posible revolución, y
es posible que se recupere en algunos países la posibilidad. Pero el concepto leninista
de revolución permanente (es decir, enquistar la élite dominante) no es
compatible con la democracia liberal, la cual por definición no establece el
concepto de “permanente” ni en la economía ni en los gobiernos. Más bien el
concepto de renovación permanente es lo que priva, una renovación basada
en el fomento de la creatividad e innovación constante que cambia las bases de
la economía, la política y la sociedad para crear riqueza y movilidad social. La
revolución permanente de Lenin es mucho más compatible con los sistemas
feudales precapitalistas/mercantilistas del medioevo cuyos reyes fueron derrocados,
muchos de manera violenta, otros por intrigas de palacio, y unos pocos aceptando
el cambio de la revolución industrial y el desarrollo de los mecanismos de renovación
económica y política: capitalismo y democracia. Derrocar el medioevo en America
Latina era la aspiración revolucionaria de Rangel. ¿Será posible mantener la
naturaleza caótica desordenada y de renovación permanente del liberalismo en
contra de las fuerzas naturales que favorecen el orden y la supervivencia de élites
autocráticas en el poder? El iliberalismo creciente a nivel mundial nos parecería
indicar lo contario, una vuelta al ciclo de neo-mercantilismo impuesto con la excusa
de recuperar el orden y los valores tradicionales. Para America Latina, en
cualquier caso, el advenimiento de verdadera democracia liberal sería una revolución
inesperada.
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